Confín | Tomás Eloy Martínez

En mi país, nunca terminamos nada. Las casas donde vivimos están revocadas a medias o tienen solo las armazones de la fachada o están llenas de cuartos sin tapiar que se construyeron para nadie.

Tenemos estaciones, aunque no hemos aprendido a discernirlas. Entre el verano y el otoño o quizás entre el otoño y la primavera, las cosechas se pudren en los campos. Abunda el ganado, pero anda siempre perdido, y solo unas pocas reses caen por azar en los mataderos. El sabor de lo que no está ha sido siempre nuestro sabor favorito. Los días de la semana son variables: a veces cinco, a veces tres, a veces ocho. Nunca la misma cifra, nunca la certeza de que algo, ni siquiera la arbitraria medida del tiempo, alcanzará la plenitud.

Nos hemos acostumbrado a no saber en qué país estamos ni aun cuando volvemos a nuestra casa. A veces pienso que nos hemos quedado sin país alguno, y que este horizonte vago al que llamo país es para mis compatriotas el patio de la escuela o el gato del vecino o la melancolía de lo que no se puede hacer.

Y sin embargo, de vez en cuando recibimos noticias de que hay un enemigo dispuesto a quitarnos el país o a mudarlo de naturaleza o a reemplazarlo por otro. En esas ocasiones, se oyen balas, nos dicen. Vienen desde rincones que no sabemos ubicar y se ocultan detrás o dentro de cuerpos a los que no prestamos atención. Quién sabe si son balas. Los objetos y los nombres de los objetos se eclipsan a tanta velocidad que da lo mismo llamarlos de cualquier manera.

Cuando esos fenómenos ocurren suele también, por coincidencia, desaparecer un cuerpo. No nos asombra. La lógica enseña que los cuerpos tienen fases como la luna. Si estuvieron alguna vez, estarán siempre. Los cuerpos que no vuelven es porque nunca fueron cuerpos o porque no hay una sola persona que pueda decir: yo los vi ser alguna vez, yo los recuerdo.

Nacemos ya incompletos o con sentidos sobrantes. Cuando nos atascamos en la pelvis, las parteras nos olvidan y se alejan rumbo a otros nacimientos. De pronto, sin que nuestras madres sepan cómo, estamos aquí, careciendo de principio, ya que si lo tuviéramos también tendríamos un fin, y eso no sería posible. ¿Con qué fin lo tendríamos?
Nuestras mujeres desconocen el orgasmo. Los hombres, al menos, eyaculamos en sueños. Pero no hay en eso un fin, no se termina. Soñamos que son criaturas de otros países las que eyaculan por nosotros y, para asegurar la reproducción, solemos dormir con el pene reposando dentro de la vagina de nuestras acompañantes, en posiciones incómodas.

Yo soy el diferente de la familia. Como incurro en la extravagancia de abrazar con los dos brazos y de besar con los dos labios, inspiro, creo, una cierta repulsión. A mi hermano mayor, que tiene dos sentidos de la gravedad, lo aman muchas mujeres. Mi madre, que nació con un labio único, lo ha repartido con todos los hombres que viven a su alrededor, salvo conmigo. Si alguien me ama, no lo sé. Sé lo que doy, pero lo que quisiera recibir siempre se va sin tocarme. Vivo en pareja desde hace tanto tiempo que no recuerdo ya cómo empecé ni si la persona con quien vivo sigue siendo la misma. Eso qué importa. Soy fiel: no a otro ser sino a una sola clase de sentimiento.

Y aun así, yo no soy yo sino a medias. Mi cuerpo ha crecido como el de los fenómenos de circo: normalmente. Lo otro, lo de adentro, nunca terminará de hacerse.

En mi familia, todos están de paso. Aunque jamás se han movido de aquí, sienten que no pertenecen, que su lugar está en cualquier otra parte. Viven enemistados con lo que han llegado a ser o con lo que tienen, e imaginan que tal vez, si se marcharan, verían cosas mejores o ellos mismos se verían mejor. Yo he viajado mucho, en cambio, o estoy viajando todavía, y no he conseguido acomodar mi naturaleza a otro paisaje que no sea este paisaje de lo que no está, de lo que no tengo, de lo que no puedo ser.

Quien más sufre quedándose es mi padre. Tiene una colección enorme de billetes de banco desteñidos y siente tanto apego por ella que si no se ha marchado ya es por no dejarla. Ha nacido con dos o tres tactos, y piensa que en otro país acaso hubiera nacido con más. En verdad, necesita los tactos para vigilar la colección, que aumenta al menor descuido, y que cuanto más aumenta menos vale. Mi padre cree que sus billetes están unidos por un cordón umbilical a todo lo que nos pasa, y jamás cesa de tocarlos. Si su tacto los perdiera o los billetes dejaran de sentir los tactos, las cosas que nos pasan aumentarían infinitamente y quién sabe con qué destino podríamos encontrarnos.

Yo, que no tengo sino los cinco sentidos básicos, trato de suplir los que me faltan o los que me sobran pensando o imaginando: ilusionándome, dice mi madre, que nunca quiso ver una ilusión ni de cerca. Sus aprensiones son razonables. Hay días en que las balas trazan extrañas parábolas y caen o se eclipsan en los que tienen ilusiones. Será por algo, suele explicar mi madre. Y aunque podría mirar lo que hay dentro de ese algo, no se ha molestado en hacerlo. Poco a poco, el algo ha ido acomodándose entre nosotros, y ahora se nos ha vuelto tan familiar, tan invisible diría, que todo lo que nos pasa, aun lo más terrible, es, fatalmente, por algo.

En ciertas ocasiones, me cruzo con mis padres, o bien el azar nos deja en un mismo lugar. Entonces, les confío el temor de que una bala se fije en mí. Mi padre pregunta siempre: ¿Una bala? Y yo le digo que no es solo la bala sino también los cuerpos donde las balas se eclipsan tanto que los hacen desaparecer. A lo que él repone: ¿Una bala?, y ya no salimos de eso.
Mi madre, en cambio, suele ser más explícita: Cómo estás, hijo, cómo estás, me saluda. Para no alterar su rutina yo le respondo que bien, si bien temo (y se lo digo) que una bala me alcance. Si temes será por algo, dice mi madre, y no salimos de eso.

En cierta ocasión, sentí curiosidad por saber si la rutina, cuando se rompiera, haría un ruido, tal vez se desplazaría de su quicio. Y para averiguarlo le respondí: Madre, estoy muy mal. Necesito tu ayuda. ¿Saben lo que hizo ella? Se alejó de mí. Dijo: Por algo será que temes. Y en ese caso, nadie puede ayudarte.

Nos han dicho que si las balas aumentan desembocaremos en alguna forma de guerra, y bastará que entremos en la guerra para que ya no salgamos. Hay quienes insisten en que nos militaricemos más para proteger el confín. Pero ¿cómo hacerlo, si no sabemos cuál es el confín o dónde buscarlo? Algunos dicen haberlo visto, y con ese argumento llegan a ser generales. En cuanto llegan, pasan de largo. Y cada vez que pasan, nos queda un poco menos de confín.

En algún momento, una bala me hirió. Se cruzó con mi abdomen por azar o las ilusiones que yo tenía la atrajeron, no lo sé. Aún está adentro: la siento moverse a intervalos. Fui al hospital para que la vieran. Allí estaba mi padre y le pedí que la tocara. ¿Una bala?, preguntó. Y esta vez dijo también, como mi madre: Nadie puede ayudarte.

Alguien me abrió el abdomen y, cuando encontró la bala, la miró. Luego suturó la herida pero, como siempre sucede, no lo hizo del todo. Ahora que el dolor está latiendo allí, ya no cesará. Empezar es para el dolor su único fin, solo tendrá ese.

Poco a poco (me han dicho) este dolor a medias me hará pasar de una ilusión a otra. Si en alguna permanezco, será en las ilusiones del medio o en las que se han perdido.

Y, con el tiempo, ya no seré diferente. Me acostumbraré al dolor y lo incorporaré a mi naturaleza hasta que otro dolor más tibio se le superponga, un dolor más del medio todavía.

Entonces (me han dicho) las palabras se me irán afinando hasta ser silencio, iré de una a otra sustancia afín sin poder reposar en la mía, nada definiré en este país sin fin, ya nunca nada, tan solo iré al confín de mi cuerpo y encontraré el principio, yo mismo volveré a entrar.

Cuento tomado del libro digital Tinieblas para mirar de Tomás Eloy Martínez, publicado originalmente por Editorial Alfagura; Pp. 13-18. Esta transcripción se realiza sin fines de lucro y como promoción a la lectura.

Tomás Eloy Martínez nació en Tucumán en 1934. Fue uno de los escritores y periodistas más importantes de la Argentina. En su trayectoria y en su obra confluyen la literatura y el periodismo. Integró las redacciones de los semanarios Primera Plana y Panorama, trabajó en La Opinión, fundó El Diario de Caracas, formó parte del equipo creador de Página/12 y fue columnista de periódicos nacionales y extranjeros. Publicó numerosos libros, entre ellos, La pasión según Trelew (1973), Lugar común la muerte (1979), La novela de Perón (1985), La mano del amo (1991), Santa Evita (1995), El vuelo de la reina (Premio Alfaguara 2002), El cantor de tango (2004), Las vidas del General (2004), Purgatorio (2008) y Tinieblas para mirar (2014). Ha sido traducido a varias lenguas, y en particular las emblemáticas La novela de Perón y Santa Evita han sido leídas en más de treinta idiomas y editadas en más de sesenta países. Fue finalista de The Man Booker International Prize por el conjunto de su obra. También desarrolló una importante carrera académica, en la que se destaca su condición de profesor emérito de la Universidad de Rutgers, en Nueva Jersey. Falleció en Buenos Aires en 2010.

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